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Ni siquiera vivió su último día. Lo pasó de forma ordinaria, pasiva e inútil, como otros tantos. Tal vez incluso más indecoroso.  Cinco años sin trabajar y con las esperanzas ahogadas. Los sueños se fueron perdiendo por el camino. En este duro trayecto tuvo tiempo de sobra para pensar en el momento de su muerte. En un accidente, en un hospital, rodeada de los suyos, mayor o tal vez no demasiado. Algo digno, impactante, inesperado o el final de una espera larga, pero trágico y dramático. Y no. No fue así. Nunca es así. Su último aliento y sus últimas carcajadas estrépitas y chocarreras apenas distaban dos minutos entre sí.

Se levantó tarde y perezosa, cansada de no hacer nada y de esperar menos. Desayunó a las doce en punto.  Mientras tomaba un café y comía cualquier cosa dulce que no estuviera caducada, dejaba como siempre que su mente volara sin rumbo, procurando que aterrizara en tierra firme lo más tarde posible, y así ganaba esos segundos a la vida. ¡Qué pulso más ridículo!, sabiendo ahora que la vida pone fin al juego cuando ella quiere, sin estar supeditada a nuestros actos. Cinco galletas tomó esa mañana. Rellenas de chocolate. De la marca más barata del supermercado. Era azul el envoltorio, un azul oscuro, profundo y con brillo, que le sumía en el pensamiento sobre quién y cómo habría elegido ese color para unas galletas de chocolate. Y por qué. ¿Será un color atractivo para niños? ¿O tal vez un color que inspire a los padres cierta calidad del producto? ¿Genera en nuestro cerebro este color una confianza tal, que hace que nos olvidemos de que los nutricionistas desaconsejan tomar estas galletas a diario? Y la última del paquete, ¿por qué no la descontarán del precio? Siempre viene aplastada. Tres minutos ganó a la vida con este debate y eso era más que  suficiente para hacerle meritorio de su existencia.  La mañana y primeras horas de la tarde, las pasó  frente al antiguo televisor, en el sillón color granate que le había regalado su madre. Hipnotizada en la misma cuantía que asqueada, cambiando de canal sin pretensión de ver más de quince minutos ninguno de aquellos magazines matutinos en los que los presentadores reían como  si estuvieran en el sofá de su casa, echando sus cuerpos hacia atrás en las sillas, exagerando su euforia hasta convertir en teatro sus presencias en estudios limpios y bonitos, fríos como quirófanos. A media tarde comió un bocadillo y miró el reloj, pensando en hacer algo. En salir a la calle, dar un paseo e intentar no pensar en el enorme peso de lo que hizo mal, o lo que no hizo para evitar verse en su situación. En el momento en que comenzaba a pensar en sus problemas, en su pasado, en su presente, todo retornaba oscuro, triste, sórdido y difícil. Se quedaba quieta, acurrucada, sin hacer ruido para que los fantasmas pasaran a su lado y le tocaran lo menos posible. Respiraba despacio y lloraba sin lágrimas, tan sólo gimiendo para oirse la pena y satisfacer su locura. Se le olvidó el paseo. Siempre se le olvidaba.

Su mente tomó tierra después de hacerse daño con desmesura; vapuleada el alma y con el corazón despedazado, arrastró los pies haciendo equilibrio para que el cuerpo los siguiera y se aproximó a la jaula de Cele, un pequeño verderón color verde oliva, que encontró en el parque el pasado otoño con una pata rota, y que se había convertido en el único ser vivo de la casa, incluida su dueña.  Le abrió la puerta y le dejó revolotear por el salón durante un buen rato. Casi todos los días lo hacía, y eso era una de las cosas que le daba un atisbo de felicidad, si es que la felicidad se puede tener en porciones tan ínfimas.

Estaba ya el sol despidiéndose y pensó que ya no se ducharía, porque hacía mucho frío y era mejor por la mañana, aunque tenía el pelo algo sucio y eso siempre era algo que le daba pudor, por si alguien que la viera pensaba que no era una mujer limpia. Este recuerdo lo tenía de su madre y nunca quiso perderlo.

Volvió a su sillón granate, como destino hasta la madrugada, abandonándolo, tal vez, para levantarse a la cocina y rebuscar algo salado como patatas fritas y Coca-Cola para beber. Aquí estaba en su zona de confort. Ésta era la más cómoda de sus rutinas. Ahora sólo tenía que esperar a que pasaran estas horas, entretenida con programas de frívolos contenidos, que le llevaban incluso a reirse con tanta tristeza que sus carcajadas hubieran herido hasta la risa de Chavela.

Y la muerte se le presentó, rápida y con prisas, maleducada, sin respeto ni contemplación. Esa noche, que aún no había pensado en todo. Esa noche que ya casi tenía acabado el día, tan sólo le quedaba pasar esas horas de forma huera. Y no le dió tiempo de recoger un poco el salón, para cuando viniera el forense. Ni siquiera se pudo poner el jersey negro que le sentaba tan bien. Y se tuvo que morir con el pelo sucio. Y ahora estará toda la eternidad con el pelo sucio. Y a su madre que la estará esperando, le tendrá que dar explicaciones.

Esos últimos segundos fueron los más felices de sus últimos años, porque se dió cuenta de algo que hasta entonces no había reparado: Cele la echaría de menos.

 

María José Trinidad.

«Vive hoy, ahora. Como si fuera tu último día. Con la esperanza de que jamás lo sea»