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«Bailarinas» Paula de Miguel

El Bushido es un conjunto de valores y principios morales transmitidos a los caballeros, los samurais, que fueron guerreros del antiguo Japón (s.XII – s.XIX).

Hoy en día, sus principios inspiran a la élite financiera y comercial del país del sol naciente y a gran parte de su población en su vida diaria. Sus valores y cultura permanecen a través de leyendas e historias, en el alma de quien las cuenta y en el corazón de quien las lee.

Sus virtudes son el honor, la lealtad, el respeto, la rectitud, la honestidad, la benevolencia y el coraje.

Dirigen sus plegarias a un espejo que les devuelve su propia imagen a modo de penitencia: conócete a ti mismo. Cruel brevaje para quien anhela consuelo inmediato. El Bushido, centra en el interior de las personas y en su carácter, su más alto grado de valor.

El orgullo de representar una profesión era en sí una recompensa, realizar el desempeño con dignidad, servir de faro y establecer un código moral que constituya las entrañas del proyecto. El representante de cualquier gremio que merezca, debe ser el más instruido de todos, el más entregado, que anteponga las prioridades de su profesión con rectitud y justicia a las suyas propias, siendo repugnantes los tratos bajo cuerda y los negocios deshonestos. No puede representar a sabios aquel que solo estudia analectas (extractos de escritos de filósofos).

La caballería era antieconómica, con ideas cervantinas que al igual que Don Quijote, cifraban su orgullo en una rústica lanza y un caballo leal antes que en el oro y el poder, desdeñando el dinero, el arte de obtenerlo y acumularlo. La honradez estaba ligada a la cultura samurai tanto como su espada. Comerciantes anglosajones, pícaros en esencia, aseguraban que la honradez es el precio que se paga por ser honrado.

Y no solo en la batalla reconocían el coraje, asomáronse a la compostura de quien daba tranquilidad y reposo, de quien creaba belleza en medio de adversidades, del que componía versos e incluso una buena sopa de miso. Coraje es acariciar con la mano que no te sangra.

No pretendían los samurais la deshonra de sus oponentes pues un contrincante valeroso confería grandeza y prestigio a la contienda, siendo así la benevolencia en el triunfo un gesto de prestigio. Nietzsche lo menciona «Debéis estar orgullosos de vuestro enemigo porque entonces su triunfo será también el vuestro».

A los niños se les enfrentaba desde su infancia al miedo, así como las enseñanzas que la vergüenza podía ofrecer. De hecho, observa Inazo Nitobe, el primer castigo que padeció la humanidad por saborear el fruto prohibido no fue el dolor del parto, ni las espinas y cardos, sino el despertar del sentimiento de la vergüenza.

Recuerda a los samurais cuando maldigas: Mucho miedo y poca vergüenza.

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«Japón» Paula de Miguel

Respecto a la cortesía no hay definición que pueda superar a la de Nitobe «La cortesía es una pobre virtud cuando solo está motivada por el miedo de ofender el buen gusto, ya que debe ser la manifestación externa de una consideración empática hacia los sentimientos de los demás y debe contener verdad, pues si no es una farsa, un simple espectáculo».

Una nueva sociedad en la que los actos heróicos no tenían cabida, menos dispuesta a un férreo sentido moral y más democrática, acabaron con siete siglos de historia samurai.

Para amar a estos hombres menudos hay que adentrarse sin rechazo en su adiestramiento, abstenerse de juicios y situarse en ese punto de la historia, en ese lugar de Japón donde la vida propia o ajena se sacrificaba por honor o deshonor, con la ambigüedad que se recoge en estos términos, valorar que asumían la lealtad por encima de la responsabilidad ante sus hijos o que respetaban a las mujeres hasta el límite donde era permitido hacerlo.

Si hay remedio, se solucionará; si no lo hay, se curará con el tiempo. Todo cicatriza, no perdáis la calma ni el valor de manteneros siempre erguidos, habrá alguien más débil que vosotros y debéis sostenerlo. Si enfermáis, queridos hijos, que no sea del alma”… «Instrucciones a mis hijos» Magdalena S.Blesa

María José Trinidad Ruiz
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