Veduta-dallalto-ponte-vecchio-Firenze

– Güelfo, no me aburras con puritanismo. Déjalo para el pueblo. No pretendo llevar una vida ascética, para ello está ya el padre Gregorio. Si mis ausencias de alcoba te ofenden, no aceptes mis presencias en ella. Monta tu caballo y haz algo digno si no quieres ser recordado únicamente como el marido cornudo de la Duquesa de Toscana.

Le decía yo de manera pedante y con la mayor soberbia posible a mi segundo marido para ver si conseguía levantarlo de su poltrona y que estuviera a la altura de las circunstancias. Nunca lo conseguí. Tanto me quejé del que me coronó como viuda, el detestable «Jorobado» por su duro carácter, que creí que este alma sin vida sería mi salvación. En plena época de las Cruzadas y yo con este dundo, embrollón, engendro malnacido.

Entre mis amores, Firenze, mi pueblo por el que luché hasta que la maldita gota me llevó bajo tierra desgarrada de dolor y sufrimiento. Y con el mismo sufrimiento nací,en la vía Storta (calle torcida)…

Señora Beatriz, que está aquí el retoño. No se canse y dele fuerzas al fruto que ya bastante dura le será la vida naciendo en la calle Storta, pues Storti tendrá sus días.» ¡Furcia partera! , que atendió a mi madre, la bella Beatriz de Lotaringia, y envenenó mis días con su premonición, maldita, envenenada, cruel …  y … certera.

Soy,aunque muerta, Matilde de Canossa. Pues digo yo, que el nombre me lo puedo quedar, ya que es lo único que puedo arrastrar sin que mis herederos se saquen los ojos por él. A mi tataranieta le pusieron Matilde, para ser justos, pero le añadieron Willia Beatrice Leopolda delante, por lo que tal vez fuera el páter de su bautismo el único que pronunciara mi nombre.

Nueve siglos sin descansar que llevo en mi tumba y esperando venideros. Tan hecha estoy al rencor que la paz ya no ansío ni aguardo. Llena de inquina, resentimiento y odio, sentimientos los cuales no tuve en vida, más en mi agonía aparecieron y a la tumba me los llevé por culpa de una traición impensada. Si bien, si la hubiera esperado aunque dolorosa no hubiera sido desgarradora. ¡Cuanto dolor ahorraríamos si nada esperaramos de nadie! Pues todos somos susceptibles de traicionar si la oportunidad se nos pone delante, si se alían las circunstancias con el tiempo adecuado, un segundo y ya. El que fuimos antes no es el mismo de ahora. Sin más. Sin preveerlo ni siquiera desearlo.

– Paolo, amor, no quieras saber tanto, que ni mi marido es consciente de cuán largas son las telarañas que tejo y aún menos de todos los que protejo bajo mi manto. El papa y lo que representa está a salvo y así seguirá mientras yo me mantenga en pie. Mi labor de intercesora es constante y confío en que mi fe me ayude para refrenar a este emperador, ávido de guerra, porque  ya estoy harta de sangre, aunque temblarme el pulso no sucedería, si tuviera que empuñar otra vez la espada.

– Mi señora, este cielo que ahora miro es el mismo que mirarán dentro de 900 años los que pisen estas tierras, mírelo y tenga la seguridad de que él será testigo de mi lealtad infinita y mi  amor por encima de todos los tiempos futuros. La gloria de su valentía traspasa todas las fronteras y yo, su humilde siervo, me siento indigno y a la vez halagado por su calor y generosidad. Disponible cuando la señora anhele, servicial siempre y pío de su persona y su bravío en la alcoba.

Tuve siervos, tierras y posesiones por las que el sol danzaba durante dieciocho horas al día. Me serví de favores de quien sólo los recibía, se ajustaron las vestiduras a mi paso ejércitos de hombres temerosos, y fui libre con hombres temerarios. Ahora todos los días sentada en el Ponte Vecchio meto los pies en el Arno sin que se me mojen, diviso mi amada Firenze desde lo más alto del Campanile, y cuando la campana suena aprovecho para gritar y remover las podridas entrañas  del cuerpo antes hediondo y ahora inexistente del malnacido Paolo Silmonte, enterrado bajo este suelo inmerecidamente. Me traicionó, delató y deshonró, con desprecio y rencor por su ensombrecida hombría ante mi persona y un mísero puñado de monedas. Me humillaron, despojaron de mis bienes e insultaron ensañándose con todo aquel que le corría mi sangre por sus venas. No lloré delante de ninguno de aquellos traidores, pero  juré vengarme del mayor de ellos.

-¡Sacrificaría el descanso de mi alma con tal de que la suya tampoco lo hiciera!

Y allí arriba que me debían favores, éste me lo concedieron. Desde entonces, ando errando, algo cansada de ver siempre lo mismo, viandantes cada vez con menos viveza en los ojos y espiritus menos libres. Todas las épocas han tenido su encanto pero la actual me fascina. Llegan orientales que pasan veloces ante la iglesia de San Lorenzo, pero pasan horas en cuchitriles de donde van cargados con vetustos ropajes descoloridos y hasta raídos. Otros comen en trattorias, en donde descargan comida que parece recién sacada de estercoleros y a las que nunca llegan los tesoros frescos de los campos de nuestra Toscana. Los duques visten como lacayos, y los sirvientes se empeñan en parecer condes. Otros… otros tienen en su cara la traición como destino y los más desdichados van tomados de sus manos ignorantes unos, consentidores otros.

A veces cuando veo uno de estos traidores actuales, me pongo a su lado y…

-Perdonadme, las campanadas de las siete. TRAIDOOOORRRRR!!!!!!!!!!!!!!!!

M.J. Trinidad Ruiz.

http://www.trinidadruiz.com