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foto-jose-saramagoSoy mayor, más incluso de lo que mis nietos imaginan y esto junto con el hambre, son los dos factores que me han permitido ver tantas cosas en la vida. Cuando era niño amaba tumbarme en el campo recién arado, alguna mariposa se paraba en mi frente y las mariquitas recorrían mi cuello haciéndome cosquillas como si quisieran verme reír por encima de todo.

Ya adolescente empecé a ver barreras, de hormigón algunas, de humo las que más y tropecé en ocasiones con el desánimo. Madre iba siempre medio paso por delante de mí y preparaba cuentos dulces como chocolate caliente para abrazarme el alma. En casa había tantas carencias de cosas materiales que el ingenio agudizó cada uno de nuestros sentidos. Una vez, madre compró unos zapatos desparejados a una perra chica cada uno. Uno era marrón claro, como el color de la tierra curtida cuando hay sequía, otro negro como el pelo de detrás de las orejas de Farito, el burro de mis vecinos. Sólo madre sabía apreciar que mis pies también eran diferentes entre ellos y sería insensato tratarlos igual. Madre siempre me hacía entender todo, hasta que lo viera con claridad. Hasta la sangre caliente pude ver un día. Me puse los zapatos y me fui a vender algarrobas al mercado. Feliz de sentirme único. También por no tener que clavarme las piedras.

Nadie me dijo nunca nada de mis zapatos desparejados. Me juzgaban por mi ceguera y daban por hecho mi ignorancia.

Yo también les juzgaba por mi ceguera y daba por hecho la suya.