Composición artística: Paula de Miguel.
Rosa Montero había disfrutado ya de 46 años cuando vio publicado este libro y aún conociendo su contrariedad a las críticas que insinúan que algunas de sus obras son autobiográficas, en este caso, interpreto que sí contiene grandes cicatrices de su andadura. Sonriente, con ojos afilados de chica lista (que diría otro grande de la escena), se empeñaba en su oratoria, trasladarnos la intención de que su vida no interfiriera en su novela para evitar el riesgo de empequeñecerla con ello. Qué grande es quién se empeña en parecer pequeño.
A partir del final de sus libros, consigue llegar al principio de los mismos. Éste método me hipnotiza, me fascina e incluso es relevante como salvación para la existencia. Sabiendo como concluiría la vida, hilaríamos con más sinsentido el presente, sí, sinsentido.
En el caso de La hija del Caníbal, intuyo que el final bien hubiera podido ser el principio, el final es el hilo conductor, el mensaje, el argumento, el motivo, la novela. Todo. El final es la comprensión.
Una pareja que vive una relación madura siendo aún ellos jóvenes y sucede algo insólito que desencadena la trama: el hombre desaparece en el aeropuerto a punto de subir a un avión. Comienza una búsqueda de explicaciones, de intenciones, de sensaciones, de descubrimiento del amor, del redescubrimiento del sexo apasionado, de respuestas a preguntas olvidadas, de historias vividas hace 60 años cohesionadas con el presente. Y entre tanta búsqueda interesante, alguna menos seductora, como la de Ramón, que así se llama el desgraciado. (Sin ofender, más bien compadeciéndome por su simpleza).
La historia se abre paso entre relatos tan antiguos que se recuerdan como si fuera ayer, camuflados y descubiertos en la propia narración, como la vida misma, mentiras piadosas, verdades no dichas o adornadas, y calumnias solemnes encajadas en la rutina con la precisión de un cirujano.
Lucía, la protagonista, nos cuenta en primera persona la desazón de la inexorable crisis que atravesamos en el umbral y pasillo de los 40 años. Un punto de inflexión, de interpretación de lo ya vivido que conlleva la preparación pertinente para asimilar la mitad restante, menos gratificante físicamente pero compensada con la experiencia y sabiduría adquirida.
Hay personajes con historias bellas, de posguerra, de hambre y polvo, de amor aseado y ordenado, almas nobles llenas de decisión, coraje y dignidad, que nos llenan de conmiseración propia y ajena. Otros, jóvenes emboscados en sí mismos, imprecisos, que aún no tienen pasado y sólo piensan en comerse el futuro, con firmes dientes blancos sobre encías sonrosadas y torsos de adonis debajo de sucias camisetas, que generan deseo y desilusión a partes iguales. Estos dos personajes, antagónicos y ambos incompletos, situados en dos etapas distintas de la vida, con las carencias y los gozos de cada una de ellas. Y Lucía en medio, viendo lo que se le va, y atisbando lo que llega. Y lo recibe, primero con desaire, aferrándose a la juventud, al poderío del impulso y las ganas, y luego se desploma de pura sensatez, sobre el devenir del mañana que es el hoy del que hablamos ayer. Resignación, la palabra de la gran derrota.
El engaño, tal vez sea el punto en común de todas las viñetas de esta novela, de todos los escenarios. El fraude que se presenta con argucia en la pareja, entre padres e hijos, entre colegas y sobre todo, el más cruel, el que nos hacemos a nosotros mismos, queriendo a quién dejamos ya de querer hace tanto, riendo cuando lloramos y viendo sombras en el suelo, en vez de copas en los árboles.
«Llega una edad, en la que ya no te puedes reinventar, pesan las culpas, los daños, las responsabilidades,… » Rosa Montero. Segovia. Septiembre 2016.
«(…) Manejo mal el vacío que se nos queda. Pero, sobre todo, no soporto las copas llenas hasta el borde porque me recuerdan a mí mismo. Podría volver otras tantas veces pero prefiero descubrirme a reencontrarme. Me pregunto si ella sería capaz de identificar mi cráneo entre docenas. No voy a mover montañas, ya lo sé, pero siempre llevo un par de piedras en los bolsillos para cambiarlas de lugar. » Francisco Fuentes.
M.J.Trinidad Ruiz