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Javier Marías, Los enamoramiento, Mañana en la batalla piensa en mi, muerte, Rey de Redonda, Sobre la dificultad de contar, zenda, zendaescritura

Hay más razones para no escribir un texto sobre Javier Marías que para hacerlo. Entre ellas, el bochorno de admitir que por mucho que una se exprima la sesera para abordar la dificultad de contar, el resultado no dejará de ser un puñado de pretensiones que el homenajeado académico desterraría de inmediato para impedir que viera la luz, así como hizo con muchos de sus cuentos. O que el motivo que lleva a escribir no llega a ser siquiera pueril, tal cual se refirió a la labor de los novelistas, ni responde a exigencias puristas de pulsión creadora, necesidad o intensidad, que diría el Rey de Redonda, sino más bien atiende a motivos más prosaicos: un encargo, interés o simple vanidad.
Pero el Rey ha muerto y el único pudor que nos incomoda en estos momentos a los devotos marianos es otro muy distinto. Nos ha invadido un desasosiego y temeridad respecto a su muerte que no nos atrevemos a decir en voz alta, aunque él sí lo haría, Victor Francés también lo hizo e incluso Tomas Nevinson se cuestionó la ética en las formas de ir a su busca… ¡Dios salve al rey y que por encima de todo haya impedido que haya tenido una muerte ridícula!
Lo de menos es el motivo ya que la muerte del ser querido en contadas ocasiones alcanza las expectativas del que ama, pero sí anhelamos que ese momento no haya albergado resquicio alguno suficiente para hacer similitudes de su muerte con las escenas de muertes grotescas que el escritor nos ha dejado narradas, porque morir estúpidamente, debe ser el último de los anhelos: “Una indigestión de marisco, un cigarrillo encendido al entrar en el sueño que prende las sábanas, o aún peor, la lana de una manta; un resbalón en la ducha —la nuca— y el pestillo echado del cuarto de baño, un rayo que parte un árbol en una gran avenida y ese árbol que al caer aplasta o siega la cabeza de un transeúnte, quizá un extranjero; morir en calcetines, o en la peluquería con un gran babero, en un prostíbulo o en el dentista (…).” “(…) morir a medio afeitar, con una mejilla llena de espuma y la barba ya desigual hasta el fin de los tiempos si nadie repara en ello y por piedad estética termina el trabajo;”
Por otra parte, para los que además de la mariana acogen fe alguna que anhele la resurrección, no les quepa duda que el honorado no volvería a este mundo después de muerto ni aunque pudiera, ya se encargó de quedar constancia de la calamidad que esto supondría para los que murieron y para los que les lloraron. Saber que de allá donde esté no tiene la menor intención de regresar es parte del consuelo y una vez más de la aceptación con la que el ser humano recibe lo que le sucede, y es que Marías, a pesar de dudar cada cosa que escribía, pocas cosas escribió de las que se pueda dudar.
La fortaleza del rey ha quedado patente en su vulnerabilidad. En cada homenaje expresaba la duda del merecimiento; afrontaba cada inicio de un libro con la misma inseguridad del primero; con cada presentación de obra, una incertidumbre abrumadora. Tal vez es por esto que el asombro y la curiosidad no le abandonaron. Más allá de la belleza de un texto, de su composición o de su intención, Javier Marías deja en su obra un hueco impenetrable e ignoto de nuestro propio conocimiento, que anhelamos que se nos revele cuando ya no tengamos intención de ser nada.
Nuestro imaginario está censado en Redonda, una isla antillana de poco más de 2 kilómetros cuadrados, un peñasco cuyo interés material se ciñe al guano de los alcatraces que la habitan junto a lagartos y ratas. Este paraíso literario de artistas e intelectuales, que no han pisado tierra redondiana alguna, este reino heredado por ironía y con títulos dispares de Duques, Condes o Comisario de Agitación y Propaganda, y que a cada nombramiento pare a un buen puñado de despechados, es la acumulación de todas las figuras retóricas posibles para pronunciar una despedida impecable en una nunca ridícula muerte. El resumen de una vida, que han sido muchas vidas, en tan sólo catorce palabras:
“El Reino que es sólo aire y humo y polvo ha valido la pena. Javier I”.