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El ferrocarril en las minas de Riotinto
Sólo sé una historia, la de mi madre. Antes de que me la contara sabía muchas más, pero ya no las necesito.
Tengo una única fotografía de ella, ya amarilla, en papel grueso y con los bordes ondulados, en la que enseña la mano derecha fingiendo ser un gesto natural, para enseñar los dos anillos que siempre llevaba, uno en el dedo anular, de oro blanco con montaje en filigrana y otro en el dedo corazón de un material menos noble, de latón, una aleación de cobre y zinc, que a veces le hacía tener un cerco negro alrededor del dedo y que ella lo restregaba con jabón casero.
– «Esto es porque se acuerda de mí Yo también me acuerdo de él, pero no hay recuerdos tan fuertes que puedan soportar ausencias tan largas. «
Le gustaba pensar en alto, filosofar sobre la vida, la muerte y la familia. Era una mujer inteligente, taciturna y a mí me llenó de amor como si fuera al único ser que pudiera dárselo. Me sentía en deuda con ella. Deseaba que el resto de la gente la conociera pero nunca permitió que lo hicieran. Más tarde comprendí que era dichosa así, era una mujer callada con mucho que decir, y esa era su felicidad.
Por cierto, se llamaba Fernanda.
En el año 1936, Fernanda tenía diecisiete años y vivía en Nerva, un pueblecito de Huelva, donde su familia se instaló justo el año de su nacimiento. Su padre era un empresario de la Compañía de Ferrocarriles Andaluces y controlaba el movimiento ferroviario de la mina de Riotinto con los diferentes pueblos de la comarca y con el puerto de Huelva. Existía una tensión palpable en el plano político que auguraba nuevas revueltas y los rumores de que se estaban fraguando motines cobraban cada vez más fuerza, por lo que sus padres, mandaron a Fernanda a vivir a Madrid junto con sus tíos maternos, pues en el caso de enfrentamientos la zona minera era un lugar peligroso. Era hija única, y el temor de que algo le sucediera, a su padre le quitaba el sueño. Fernanda no acogió de buen grado irse de su pequeño pueblo, pero acató la decisión sin muchas preguntas. Cuando su padre sentenciaba, era más inteligente no gastar energía en contrariarle.
Viajó a Madrid en un coche con chófer particular, un Ford V-8 Cabriolet, que supuso un desembolso de 250 pesetas, la mitad del salario mensual como jefe de la compañía de ferrocarril, pero ellos que no eran de alta alcurnia, necesitaban más que nadie de la altanería que se paga, para prevalecer en el circulo social al que les había costado años acceder. Así fue su padre, perfeccionista e impecable, en lo bueno y en lo malo.
Y así llegó Fernanda a Madrid, a la calle del Vergel número 9, con un traje de lino azul, que le hicieron con el corte de vestido que su padre le trajo de Santander hacía un año; en un Ford negro reluciente, con la inocencia intacta y el corazón soberbio deseoso de hazañas.
Llevaba una semana en Madrid cuando su tía le pidió que la acompañara a los merenderos de la Castellana, para comprar marisco fresco a los hombres que se paseaban con cestas de mimbre vendiéndolo, allí era más barato que en el mercado. Entre la multitud, Fernanda pudo distinguir a un muchacho del pueblo. Estaba sentado en un banco, escondido tras unos mendigos y muy sucio, con las ropas raídas, demasiado andrajosas incluso para él, un minero de Riotinto. Mientras su tía regateaba el precio del marisco, ella se acercó al joven minero para preguntarle por su situación. Vicente había huido de la mina y con ello había traicionado a sus compañeros. Era uno de los voluntarios combatientes que formarían más tarde la Columna Minera del 36 y que pretendían combatir la sublevación militar en Sevilla. Pero Vicente no podía luchar, era singularmente un hombre pacífico, incapaz de encarar un arma. Su padre había sido asesinado semanas antes y su familia puso la losa de la venganza sobre él, empujándolo a ser lo no quería, una vez más. Él se sentía cobarde y el único acto de valentía del que era capaz, era quitarse la vida, allí en Madrid, donde nadie le echara de menos, cosa que sería fácil. Las contiendas se vivían a diario y morirse, cuando la muerte gobierna, no alarma a nadie.
La historia de Vicente era larga y necesitó varios días para contársela a Fernanda. Los encuentros se fueron alargando y las palabras fueron cesando para dejar lugar a los silencios y los silencios a los besos y los besos a la pasión. Llevaban viéndose tan sólo unos días cuando le regaló un anillo que él mismo hizo cuando tenía 16 años pensando en la mujer que un día le acompañaría en sus días. Un anillo de latón que él mismo cinceló, demasiado basto pero tan lleno de sueños que parecía mágico.
Vicente, que hace semanas creía que era el fin de su historia, sentía ahora que era el inicio de su verdadera vida, había conocido lo que era amar a una mujer.
Fernanda se enamoró desde el primer momento, del hombre, del adulador, del revolucionario fiel a su alma pacífica, de sus historias… cuando pensaba en su padre, sabía que este romance pondría fin a su cómoda y consentida vida, hecho que le daba mayor romanticismo a su historia, en su mente de muchacha joven y lectora de novelas victorianas.
Todo se truncó el jueves 09 de Julio de 1936, en el que Fernanda se armó de valor para decirle a su amado lo que llevaba dos semanas sospechando. Estaba encinta. Iba calle abajo dos pasos tras su mente y con el corazón en una mano, hasta la esquina de Recoletos donde él la esperaba como cada tarde a las seis en punto. Él siempre la esperaba, menos aquella tarde.
Vicente murió en una trifulca ajena a él. Dos hombre ebrios se empujaban y uno de ellos cayó encima de Vicente que iba andando aprisa a su cita de las seis; cayó sobre el borde del acerado y el golpe seco en la nuca le dejó sin vida. Así de ridícula le llegó la muerte a aquel hijo huérfano ignorante de su paternidad.
Su amada estuvo en estado convaleciente más de una semana, alegando tener una gripe muy extraña hasta que una carta de su padre la levantó de la cama. Un capitán del ejército que había sido herido en un reciente combate, quería tomarla como esposa, con la condición de que debía ser inmediato. Ella, que no había contado a nadie lo de su embarazo, clamó al cielo agradeciendo el parche que taparía su vergüenza y salvaría su vida. Esperaba encontrar a un hombre mayor, feo, lisiado y con la mejillas enrojecidas debido a la bebida. Nada le parecía demasiada penitencia comparado con decirle a su padre que estaba embarazada de un cobarde y pobre minero que además estaba muerto.
El estado de Fernanda cuando regresó a Nerva es difícil de explicar. Resoplaba nerviosa, con la mirada triste y en parte el corazón alegre, pero sobre todo incrédula.
En lo de lisiado fue en lo único que acertó. El capitán Laureano estaba en sillas de ruedas, con nula movilidad en la pierna derecha y con sólo un veinte por ciento de movilidad en la izquierda, debido a un embiste con una bayoneta en un combate, pero era atractivo, joven y cortés. La boda se organizó de forma presurosa y muy íntima en el pueblo natal de ella. Fernanda se sintió feliz con el acontecimiento, lo tenía todo pensado para salir airosa de la novela de la que era protagonista. Ella misma era sietemesina, ¿por qué no había de serlo su hijo?
El capitán Laureano le regaló un anillo de oro blanco con montaje en filigrana. Ella iba radiante, con el vestido que había usado su madre dieciocho años antes, apenas asistieron una decena de familiares y después se fueron cada uno a su casa, pues el país en esos momentos no estaba para celebraciones. Fernanda y el capitán Laureano se fueron ese mismo día a Sevilla donde se alojaron en una habitación de un piso de una tía de él, que les cedió hasta que acabara la guerra y pudieran buscarse un hogar.
La noche de bodas, el capitán la pasó en su silla de ruedas, bebiendo vino con la mirada perdida. Fernanda ni se le acercó ni le habló. Daba gracias por estar casada y porque su hijo tendría un apellido y un futuro.
Varias noches paso así el capitán, en la silla, con la mirada perdida, bebiendo y sin pronunciar palabra alguna. Durante el día, era amable con ella, incluso iniciaba algunas conversaciones sobre sus viajes, su familia o las historias de algunos de sus compañeros del ejército, pero por la noche un incómodo silencio llenaba la alcoba y la inmensa distancia entre ellos. Dos semanas de casados y el capitán no había rozado siquiera el cuerpo de su mujer.
No podía mantener relaciones sexuales. El traumatismo en la cadera que le causó la bayoneta, le causó una disfunción erectil definitiva, además de la parálisis. Laureano era un hombre físicamente débil y no sabía muy bien si debido a su lesión en combate o a su propia naturaleza, cada día estaba más desmejorado y hundido. Su familia, de extirpe militar, habían sido regios en su educación y ahora, no quería volver a depender de ellos, no podía soportar la idea de la vergüenza que le suponía no sentirse un hombre completo al que además habrían que asistir. El capitán, al fin, lloró como un niño y rogó a su esposa que no le abandonase y que encubriera su falta.
Fernanda sentía que repetía una escena ya vivida, escuchando durante días la historia de un hombre desconsolado, de un alma herida que sólo busca cariño.
-
No tienes que agradecerme nada. Eres el mejor padre que nuestro hijo hubiera podido desear.
Con esta sentencia ambos descansaron y acataron. Ni él malhadado plato de segunda mesa ni ella mártir subyugada. Unirse fue el milagro que les salvó de la deshonra, del remordimiento y de la culpabilidad frente al otro.
Fernanda guardaba los secretos de los dos únicos hombres que amó en su vida. Ambos frágiles y sometidos por los que más les querían, encontraron en ella su refugio y entre los tres construyeron una vida.
Mi padre murió diez años después de casarse. Ella siempre le llamaba el capitán, y así le llamo yo. Se amaron inmensamente y yo les amé tanto por ello.
A Vicente, no llegué siquiera a tenerle cariño, tal vez porque supe de su existencia cuando ya nada me podía sorprender.
Cuando yo crecí, mi madre se dedicó a ayudar a los demás con lo que mejor sabía hacer, escuchar. Cada tarde iba a la iglesia de Santa Ana, en el barrio de Triana y se sentaba en los últimos bancos, donde al principio acudían mujeres y hombres de extrema pobreza, que le contaban sus problemas no sólo de las necesidades básicas no cubiertas, también de amor, de rencores, de traiciones. Los pobres, por increíble que parezca, también sienten. Poco a poco se fueron acercando a ella principalmente mujeres de clase media y alta a contarle sus preocupaciones, confidencias, y a hablarle de sus fantasmas, sobre todo de los vivos. Los hombres lo hacían a escondidas y ella les daba consejos que parecían de estraperlo. A todos les concedía lo mismo, el consuelo de escucharles sin enjuiciarles, de la compañía y acaso algunas mullidas palabras de una mujer que se sentía libre y había escuchado a tantas almas enjauladas que ponía y quitaba lo que a uno le sobraba donde al otro le hacía falta.
Nunca llegué a saber el motivo que le empujó a contarme su historia poco antes de morir, tal vez quiso honrar la memoria de mi padre y … bueno de mi otro padre también,… tal vez no quería llevarse secretos a su tumba o tal vez como decía ella, quien siempre tiene algo para contar nunca puede ser infeliz. Al fin y al cabo la historia también me pertenece. Siempre nos serán ignoradas las motivaciones de los muertos.
Pienso en ella cada vez que veo a una mujer de esas que pisan sin hacer ruido. El mundo se enriquecería mucho si todas esas mujeres sencillas y discretas que intentan pasar desapercibidas nos contaran su historias.
Sevilla, 12 de Enero de 1996