
Fuente de la Jarilla. Alange (Badajoz)
En 1835 Mariano José de Larra escribió sobre Alange refiriendo una de las virtudes del agua que allí había. Por entonces era común que las caballerías al beber de charcas y arroyos, tragaran sanguijuelas que las llevaban a desangrarse; en tales casos, solo con llevar el animal al manantial y beber del agua, los bichos sanguinarios soltaban la presa y dejaban libre al paciente. En una nación donde hay tanta sanguijuela solo es de temer, ironizaba Larra, que no haya en Alange agua bastante para empezar.
El agua, carente de forma, tiene más de cien en este vergel de naranjos que inspiró poesía en Carolina Coronado hace ya casi dos siglos.
El agua cambió la morfología del pueblo y un pantano hizo que allá donde había casas, huertas, un campo de fútbol y un río con pasaderas se convirtiera en una inmensidad azul oscuro en la que muchas historias atracaron en su fondo y otras comenzaron en su superficie.
En una bañera de mármol con agua caliente mitigaba mi madre los dolores de espalda. Los niños se bañaban durante todo el verano en la única piscina del pueblo, bajo una parra llena de uvas. Infinidad de rincones de un balneario con imágenes cosidas al alma con hilo de aramida.
Al menos cuatro albercas, varios pozos, y por supuesto dos fuentes, sitios de encuentro. Visitantes y lugareños, frente a los mismos manantiales a los que se asomaron nuestros antepasados árabes.
Las bestias bebían en pilones mientras las mujeres lavaban la ropa en un lavadero que encierra tantas leyendas como encanto.
A los pies del castillo, aljibes.
No son las caballerías las que ahora vienen a beber aunque siguen siendo sanguijuelas malditas las que adolecen reencarnadas en las prisas y el desasosiego que produce correr hacia ninguna parte. Hay fantasmas que desangran cual sanguinarios parásitos.
Siempre habrá manos sabias, que dirijan y protejan casi invisibles el camino del que empieza. Y le enseñe que el agua no sirve solo para beber. Que el agua es vida, recuerdos e historias.
Y sentido de pertenencia y orgullo.
María José Trinidad Ruiz